PRESIDENTE, POR LOS WAYUU, TUMBE LA LEY DE APELLIDOS!
Estábamos felices nombrando a nuestros niños como Usnavys, Brandrovers, Wladisneys, William Guillermos, Chirleys, Dainas, Darlisas y Noemas, y ahora toca llevarlos ante notario y declarar el orden de los apellidos.
Armando Martínez Garnica
Desde que viene al mundo, todo niño tiene derecho a contar con un nombre, como tiene derecho a tener una nacionalidad, porque cada vez que se enfrenta a un adulto tendrá que responder a la pregunta por su nombre y apellidos. Con su respuesta será inscrito en todas las listas de nombres que se hacen para todos los propósitos que puedan imaginarse.
Hoy en día este derecho de los niños a tener un nombre es el séptimo artículo de la Convención sobre los derechos de los niños, aprobada el 20 de noviembre de 1989 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, cuya vigencia en Colombia fue ratificada por la Ley 12 del 22 de enero de 1991. El problema que tienen los niños con su derecho a tener un nombre es que no son ellos quienes lo escogen. Si tienen suerte, lo escogerán sus padres. Si les falla la suerte, porque fueron expósitos sin padres conocidos, lo harán quienes los recogieron y, por algún peregrino motivo, los criaron. Pero si su suerte es más negra que la noche, lo harán los legisladores sin oficio. Este es el caso de Colombia. Veamos los detalles de esta historia.
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En los albores de ese país que desde hace 200 años fue llamado Colombia, el nombre de los niños lo escogían las mujeres. Los antropólogos dicen que esto se debía a un sistema de parentesco matrilineal, y ningún aborigen masculino se quejaba por eso.
Desde el Anáhuac hasta la Tierra del Fuego, los soldados castellanos que vinieron a las Indias desde comienzos del siglo XVI así lo entendieron. Tlahtoque y caciques les sirvieron a sus hermanas para que las preñaran, ufanos de emparentar con los recién llegados, pues sus sobrinos mestizos heredarían el mando, las tierras y el nuevo linaje de gobierno.
Desde Isabel Moctezuma hasta los caciques de Turmequé y Tibasosa jugaron ese juego con sus conquistadores, y lo ganaron, porque el mejor invento que ha hecho la especie humana es el mestizaje, la clave de su vigor híbrido y de su sobrevivencia. Podemos disculpar a esta especie por haberse devorado a sus primos homínidos, pero sapiens sapiens obliga, como la nobleza.
Orden monárquico
No es tan cierto que el sistema hispano de parentesco era patrilineal, pues en Castilla optaban por el apellido del padre tanto como por el de la madre, y así era frecuente que dos hermanos completos tuvieran distintos apellidos. Al fin, lo único que importaba era el nombre que ponían en la pila bautismal, pues con eso bastaba, y para ello el cura contaba con el santoral para escoger, pues el cristianismo que les llegó de Roma con el apóstol Santiago era suficiente. El apellido era mejor tomarlo del lugar de nacimiento, como ese martirizado lugar de Guernika en Bizkaia, o derivarlo del nombre de pila del propio padre, don Martín Martínez.
Lo maravilloso de esos tiempos heroicos, cuando se sabía quién era hombre y quien era mujer, porque los sexos no eran sino dos, en vez de los 37 de nuestros días, es que el asunto del nombre y del apellido era tema exclusivo de los padres. No se ha inventado mejor lugar para escoger el nombre de un niño que el hogar, el fuego de la cocina. Eran tiempos en que no se censaban personas, sino fuegos.
Tanto en los hogares de los muiscas y de los guanes de las Indias, con sus preciosas tradiciones matrilineales, como en los hogares de las ciudades y villas del Nuevo Reino de Granada, con la nueva tradición patrilineal, el tema del nombre de los niños era asunto privado del hogar, y nadie se metía en lo que no le importaba.
Fue el Estado monárquico, por su compromiso universal con la Cristiandad de Roma, el primero que metió su mano abusadora en este tema: como era mejor tener “nombre de cristiano” que llamarse Chitaraque o Quemuenchatocha al aire libre, los curas doctrineros se metieron a las cunas y empezaron a quitar nombres aborígenes y aconsejar a los padres nombres rebuscados del santoral: Eudoro, Teodoro, Pascual Bailón, María José (¡guácala!). Y como a los mestizos —mestizos son desde que el mundo es mundo— que no tienen un pelo de tontos les convenía obedecer a los curas párrocos, se fueron por el sistema patrilineal de heredad, por más bastardos que fuesen.
Muchos pelearon por el apellido del padre putativo, y la mayoría se conformó con el apellido “natural” de la madre, pese a ser mancha de bastardía. Comenzó la diferenciación de legítimos y tapetusas, pero qué le vamos a hacer: donde hay más de dos cristianos comienza la diferenciación social y los privilegios.
El orden de los factores
Después de cinco siglos de cruces y mestizajes, cuando ya vivíamos felices revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados, formando una sola masa de maldad insolente —como dijo el viejo Santos Discépolo—, ya el asunto de la selección del nombre de los niños debería ser tema privado del hogar, como por muchos siglos lo fue.
Pero he aquí que la Asamblea de las Naciones Unidas metió la pata al decir que el derecho del niño a tener nombre incluía el deber de “inscribirlo inmediatamente después de su nacimiento” ante un notario. Fue la oportunidad de oro para los desocupados legisladores. Estábamos felices nombrando a los niños como Usnavys, Brandrovers, Wladisneys, William Guillermos, Chirleys, Dainas, Darlisas y Noemas, y ahora toca llevarlos ante notario y declarar el orden de los apellidos.
Allí donde solo dos personas deben ponerse de acuerdo tiene que existir desacuerdo. ¿O de que creen que trata el tema de las parejas que forman hoy los 37 sexos? Pero son los dos padres los que deben negociar el orden de los apellidos. Lo más fácil es seguir las tradiciones históricas, bien la matrilineal o bien la patrilineal.
Si yo hubiera nacido en una ranchería wayuu de la alta Guajira y fuera del clan Epinayú, mataría por el apellido materno. Doy mi voto por la abogada Estercilia Simanca Pushaina, vocera de las mujeres wayuus. Pero como nací entre los descendientes veleños del capitán Juan Martínez de Angulo y Campo, pues me las doy de pinchado y escogí para mi hijo ese apellido hispano, y la madre estuvo conforme en la negociación porque ella estaba feliz con el apellido de su propio padre, más hispano que el apellido del Cid Campeador. Pero lo que importa es que lo resolvimos en una negociación amable, y el notario no opinó sobre lo que no le importaba.
El origen del caos
Hasta que llegaron los legisladores desocupados. Los primeros tramitaron un decreto de 1970 que instruyó a los notarios para poner primero el apellido del padre y después el de la madre. Como fue demandado el artículo 53 de ese decreto 1260 —“En el registro de nacimiento se inscribirán como apellidos del inscrito, el primero del padre seguido del primero de la madre, si fuere hijo legítimo o extramatrimonial reconocido o con paternidad judicialmente declarada; en caso contrario, se le asignarán los apellidos de la madre”— vino una legisladora adscrita a un partido maicero encabezado por una mujer wayuu del clan Epieyú y tramitó otra ley que solo espera la sanción presidencial. Esta vez el notario quedó facultado para decidir con un sorteo el orden de los apellidos, si no hay acuerdo entre los dos padres. ¿Una rifa? Pues sí, pero esa sí que es una noticia fatal para los wayuus de tradición matrilineal, pues un sorteo de notario les va a quebrar su antigua tradición.
Yo creo que el presidente de este país debería ponerle fin a esa falta de oficio de los legisladores y no sancionar esa ley. No solamente por los queridos wayuus de mi país, sino porque un negocio tan serio como el de escoger el nombre y orden de los apellidos de los hijos debe ser del resorte íntimo de sus padres, de su esfuerzo por negociar el camino de la vida de los hijos, y nunca del albur de una rifa organizada por un anónimo notario. El presidente de este país podría dar una muestra de cordura en esta ocasión, que tanta falta nos hace a todos.
Por: Armando Martínez Garnica, Doctor en Historia.