La estúpida destrucción de monumentos: Cuando la estupidez se hace objeto del oficio del historiador.
Armando Martínez Garnica
La pequeña fracción de la humanidad que llamamos “los colombianos” se encuentra en un estado deplorable. Es un resultado acumulado de muchas acciones estúpidas.
De las cuatro leyes fundamentales de la estupidez humana que identificó uno de los mayores historiadores económicos del siglo pasado, Carlo M. Cipolla (1922-2000), detengámonos solo en la tercera ley, que él llamó la “Ley de oro” de la estupidez. Reza como sigue: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o a grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Los personas incautas pierden algo que pueden ganar los inteligentes o los malvados, pero las personas estúpidas hacen que todos perdamos algo sin que ellos ganen nada a cambio.
Es tal la irracionalidad de sus acciones que siempre toman a todos por sorpresa e indefensos, porque las personas racionales no esperan en modo alguno que alguien actúe estúpidamente. Cipolla alcanzó a advertir que las personas estúpidas, con sus inverosímiles acciones, no solo causan daños a otras personas, sino incluso a sí mismas. Son el género de los muy, muy estúpidos.
Hemos tenido recientemente ejemplos repetidos de una de esas acciones estúpidas: el derribamiento de monumentos públicos. ¿Qué cosa es un monumento? Es un testimonio puesto a la vista de todos para invitar a recordar. Es “aquello que nos hace pensar”, pues viene de la raíz indoeuropea men- (pensar) y de la palabra latina moneo: hacer recordar o pensar algo. Como el escenario de los monumentos tiene que ser público, simplemente porque se dirige a todos los hombres sin distinción, de nada sirve el consejo piadoso de encerrar los monumentos en escenarios privados e íntimos, para aplacar la furia estúpida de los iconoclastas.
Hace mucho tiempo, algunos de nuestros antepasados clavaron en espacios públicos los monumentos que nos permitirían recordar y pensar. Una larga cruz en la cima de un cerro nos hacía recordar que el mundo había sido puesto bajo su signo, y que había comenzado la evangelización de las almas idólatras. Unas pinturas de varios colores minerales sobre grandes rocas nos hacían recordar zonas de rica cacería que deberían ser cuidadas. Un paquete funerario en un abrigo rocoso nos hacía recordar que un antiguo chaman cuidaba los recursos de un valle frente a los grupos invasores.
Una borrosa imagen de una virgen en una roca de una quebrada nos recordaba que esa divinidad quería que en su vecindad se erigiera una nueva comunidad de feligreses bajo la curaduría de un presbítero. Una imagen mariana puesta a la salida de un pueblo recordaba a los viajeros que debían volver el rostro hacia ella y pedirle su merced para el peligroso viaje que se iniciaba. En una encrucijada, un pequeño monumento en piedra le recordaba al pasajero el camino que debería elegir. Un monumento a un capitán de hueste de conquista nos hacía recordar a quien es que le debemos la autonomía de una gobernación, o hasta de un reino, respecto de otros gobernadores de la vecindad. Un bronce de un general con una espada en la mano, como hay tantas de Bolívar y Santander, nos permitían recordar quienes fueron los hombres que subieron desde los llanos orientales la cordillera y en solo tres batallas tomaron la sede de un virrey, el punto de partida para la convocatoria a fundar una nueva república.
Un monumento a un caudillo del Común nos hacía recordar que siempre hay hombres que se levantan contra las cargas fiscales excesivas y dan su vida por ello. Otro monumento a una mujer fusilada nos hacía recordar que las mujeres siempre han hecho historia con sus acciones audaces. Los nombres de las poblaciones colombianas, sean de origen aborigen o cristiano, nos recuerdan siempre quienes fueron nuestros antepasados. Una pila de agua labrada por un cantero, con un mono encima, nos hace pensar en los esforzados hombres que labraron largas acequias para acercar las aguas a las tinajas de las casas de los trazos urbanos.
Pero ocurre que todos esos miles de hitos monumentales que nos hacen recordar, que nos convocar a pensar el sentido de nuestra existencia social, súbitamente son asaltados por quienes nos quieren despojar del recuerdo y del pensar. Se trata de iconoclastas estúpidos, porque al despojarnos del monumento que requerimos para poder recordar, no ganan nada para ellos. Como no solo nos causan daño, porque también ellos lo pagarán el día en que ya no puedan recordar más, pertenecen al género de los muy, muy estúpidos. La destrucción de monumentos intenta eliminar los recuerdos de aquellos que juzgan distintos a ellos, pero a la larga eliminan la posibilidad de recordar aquello que los monumentos indicaban. ¿No lloró lágrimas de arrepentimiento fray Diego de Landa después de quemar todos los códices de amate en la provincia de Maní? ¿No lloró fray Alonso Ortiz Galeano después de quemar tantos paquetes funerarios en las cuevas de la provincia de Guane? ¿Acaso las tropas francesas de ocupación no lamentaron tanta destrucción de tumbas de nobles en las catedrales de España? ¿No lamentaron los talibanes la destrucción de las torres gemelas de Manhattan? ¿No lamenta la humanidad la destrucción de la biblioteca de Alejandría?
Llamamos por convención “bárbaros” a esos estúpidos destructores de monumentos, y la impotencia que sentimos para detenerlos es la de la racionalidad frente al atributo inesperado de una estúpida acción irracional, que nos causa un daño sin obtener un provecho para sí, e incluso obtiene un perjuicio. Incrédula ante la acción destructora de monumentos, absorta ante los saltos y chillidos de los iconoclastas, la mirada nacional permanece expectante. Espera que un deus ex machina aparezca y salve los hitos del recordar, de lo que algún día podría ayudarnos a pensar, si es conservado. El murmullo de la beatería plañidera solo atina a musitar palabras vacías de sentido: diálogo, paz, de rodillas.
En la historia humana apareció alguna vez, durante los tiempos de la expansión del imperio ecuménico de Roma, un pueblo de bárbaros. Terminó por destruir a Roma, si bien en Constantinopla se salvó parte de cuanto podía ser recordado y ellos mismos quisieron ser la sede de un nuevo sacro imperio romano. Ese mismo pueblo destruyó parte del mundo en el siglo 20 y saqueó los tesoros culturales que habían cuidado los judíos. Pero su propio sufrimiento lo regeneró, y desde entonces cuida los pocos monumentos que se salvaron de los bombardeos, pero aprendió a cuidar otros monumentos: las ideas. Ninguna idea que haya sido pensada por ese pueblo, por simple que sea, se puede dejar perder, y menos destruir. Cada pensador de ese pueblo origina una gran empresa archivística y editorial, que pone a salvo los monumentos del pensar que deben ser recordados. Con ello se han ennoblecido como pueblo, después de muchos siglos de barbarie destructiva.
¿Cuándo comenzará entonces el ennoblecimiento del pueblo colombiano, por ahora pasmado ante los gritos y los chillidos de los estúpidos destructores de monumentos? ¿Cuándo serán detenidos los bárbaros que no quieren que recordemos, y menos que pensemos? ¿Quién podrá defendernos de los bárbaros? ¿Cuándo seremos conscientes de nuestro estado deplorable?
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Fotografía tomada de Eltiempo.com
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