Fabricantes de mala memoria: camino expedito a la estupidez colectiva

Buena parte de la responsabilidad del deplorable estado espiritual de los nacionales colombianos hay que atribuirla a los fabricantes de mala memoria histórica.
A diferencia de los historiadores, que están obligados a fundar lo que dicen en las mejores fuentes disponibles, los fabricantes de memoria para usos y abusos políticos no rinden cuentas de sus ficciones, y menos de las consecuencias prácticas de sus falacias.
¿Qué memoria histórica tenían en su imaginación los anónimos encapuchados que derribaron el monumento al general Francisco de Paula Santander que presidía el ingreso a la terminal de transportes terrestres de Popayán?
Podemos aventurar una hipótesis: la mala memoria histórica divulgada por el manifiesto de las FARC titulado Segunda Marquetalia, datado el 29 de agosto de 2019. Bajo el subtítulo de “No más santanderismo”, estos fabricantes de mala memoria convocaron a los colombianos a librarse de “la maldición del santanderismo” para supuestamente cosechar “paz y patria digna”. Sin prueba alguna, aseguraron que el “hombre de las leyes” era un “sórdido rábula que afilaba sus garras en los dorsos de los tratados de derecho”, que se había robado el empréstito de 1824, que planeó con los Estados Unidos la desmoralización del ejército libertador, que “impuso su racismo, asesinó a Bolívar y a Sucre, y hasta promovió la invasión del Perú a la Gran Colombia”.
Se trata de un nuevo capítulo de la larga historia de calumnias acumuladas contra el general Francisco de Paula Santander, fuente de la mala memoria que convoca al estúpido derribamiento de los monumentos erigidos al defensor de la primera constitución colombiana. Esa historia comenzó en vida del propio personaje, quien siguió con atención sus primeros capítulos y procuró responder con argumentos para desvirtuarla. Con razón un ilustre historiador lo ha llamado “el gran calumniado” de la mala memoria nacional.
Dejemos que lo defienda un hombre fuera de toda sospecha, natural de Veracruz, republicano liberal, secretario en 1821 del Congreso Constituyente de la Villa del Rosario de Cúcuta, primer diplomático de Colombia ante el gobierno de México, firmante del primer tratado de entendimiento entre los gobiernos de España y México. Se llamaba Miguel Santa María (1789-1837), el hombre que desde México rechazó, el 6 de septiembre de 1826, la escandalosa rebelión de Valencia, el comienzo del fin de la experiencia de la primera República de Colombia. Cuando ya Santander había logrado convencer a los gobiernos de Inglaterra y de México sobre la estabilidad de las instituciones colombianas, de que eran modelo entre las primeras repúblicas hispanoamericanas, la rebelión del general Páez contra una orden del Congreso vino a deprimir la confianza en el futuro político de Colombia. Los partidarios de la monarquía de Fernando VII pudieron entonces alegar que la anarquía era el destino de sus dominios que habían declarado la independencia.
En ese contexto fatídico, don Miguel Santa María recordó que un gobierno republicano, excelente por naturaleza, era también una mezcla de defectos, entre ellos “la ingratitud que producen la envidia y el excesivo amor propio de nuestros prójimos”. Pese a esta calamidad, había que confesar, en rigurosa justicia, que la vicepresidencia del general Santander era “absolutamente necesaria a Colombia, pese a quien pesare”. Por ello fue reelegido en 1826 para este empleo, después de seis años de esfuerzo para formar las nuevas instituciones estatales.
Cuando la experiencia colombiana terminó, porque los venezolanos y los quiteños formaron en sus convenciones constituyentes sus respectivos Estados nacionales, los representantes de los “restos de Colombia” constituyeron en 1832 el nuevo Estado de la Nueva Granada. Y cuando tuvieron que elegir su primer presidente no se les ocurrió otra cosa que elegir al general Francisco de Paula Santander, quien por ese entonces estaba en el exilio. ¿Fue acaso porque era “un falso héroe nacional” y “el arquetipo de la simulación”, el “paradigma de la destrucción de Colombia, el “triunfo del pícaro sobre el hombre honrado”, como predica la mala memoria de la Nueva Marquetalia?
Una mala política cultural de las últimas décadas ha intentado convencernos de las supuestas bondades de la memoria popular. Ha querido desarmar la crítica implacable a la que deben someterla los historiadores, quienes están acostumbrados a sus encubrimientos y ficciones, como las de cualquiera de las fuentes.
¿Hasta cuándo seguiremos tolerando la mala memoria histórica, la fuente de las falacias políticas? ¿Hasta cuándo la connivencia con las mentiras descaradas e impunes? Como enseñaron los maestros de la historiografía francesa del siglo pasado, uno de los cuales fue fusilado por los nazis, hay que dar combates por la historia y en defensa de la verdad histórica. No más alcahuetería con la mala memoria. Quizás así podremos salvar algunos monumentos de la estupidez de los bárbaros, si es que también enfrentamos a los ideólogos “políticamente correctos”.
Argumentan estos que el derribo de monumentos no es simple vandalismo porque esos actos se justifican en el hecho de que las estatuas simbolizan “la opresión”, una “memoria e identidad oficial” que es sometida a crítica por “la memoria e identidad reales”, para erigir a cambio un “patrimonio emocional” de quienes representan “la reivindicación popular”. Como el patrimonio no “es eterno y sagrado”, tenemos que acostumbrarnos al derrumbe de los monumentos, o seremos calificados de “sectores conservadores nostálgicos”. Aunque se defina a los monumentos como “palimpsestos cambiantes llenos de significados”, lo que importa en el debate no es su significado, sino su simple existencia material. Derribado un monumento del espacio público: ¿de cuál significado suyo vamos a hablar en adelante, si es que ya no existe el objeto significante?
¿Cuál ciudadano tiene derecho a derribar un monumento público? ¿Acaso los ateos que no dejarían una figura de la Cristiandad en pie? ¿Acaso los religiosos que no dejaron casi ninguna pintura rupestre en los abrigos rocosos? ¿Acaso los liberales derribando la estatua de Julio Arboleda y los conservadores la de Rafael Uribe Uribe? ¿Quién va a borrar la imagen del guerrillero argentino Che Guevara en la plaza de la universidad de la Nación colombiana para erigir a cambio la del general Santander, fundador de colegios provinciales y universidades públicas? ¿Quién tiene el derecho a derribar las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, de los obispos fundadores de los colegios mayores, de Galán el Comunero? ¿Quién decide esas arbitrariedades?
Si los “políticamente correctos” quieren un diálogo alrededor de los monumentos públicos, empiecen por defender su simple existencia, porque si se derriban arbitrariamente: ¿de quién es que vamos a hablar? Si un monumento es lo que nos hace preguntar y pensar: ¿Qué sentido tiene su derribo? Como nadie gana nada con esos actos: ¿no son estúpidos esos actos?
También puede leer de Armando Martínez: Y, ¿dónde están los sociólogos?